NO A LA DEROGACION DE LA LEY 25.542
Joaquín Giannuzzi es un nombre clave para comprender las últimas décadas de la poesía argentina. Hijo de inmigrantes italianos –misma ascendencia que Leónidas Lamborghini, que Juana Bignozzi– intentó seguir Ingeniería, una carrera para el orgullo familiar, pero abandonó al poco tiempo. Se dedicó a estudiar y luego ejercer el periodismo. Tal vez algo de estos dos inicios hayan tallado su pluma –su padre era marmolero– dándole el tenor que lo volvió una referencia insoslayable para los poetas de por lo menos las últimas cuatro décadas. Cerebral, reflexivo, con una concepción arquitectónica del poema por un lado; y por otro, con una relación palpable y personal con su momento histórico, su entorno siempre signado por los objetos, que luego se plasmarían en el papel con un vocabulario estrecho, opaco, de escasos adjetivos.
Ediciones del Dock acaba de editar su Obra Completa, un volumen de más de seiscientas páginas, que de algún modo viene a saldar la ausencia de sus poemas de las librerías, en un gesto similar al que la misma editorial hizo hace un tiempo con la obra de Héctor Viel Temperley. Y hay una anécdota en relación con esa ausencia. Su antología anterior, un tomo bicolor editado por Emecé en el 2000, estuvo de saldo en la calle Corrientes durante largo tiempo. Ese dato circulaba en talleres y tertulias, casi como una contraseña de iniciados. De ese modo, con un precio accesible a los bolsillos de los más jóvenes, se convirtió en un libro infaltable en cualquier biblioteca de quien quisiera intentar unos versos. En ese volumen se recogían sus libros hasta el año 2000. En esta nueva edición se incluyen sus dos últimos libros, ¿Hay alguien ahí? (2003) y el póstumo Un arte callado (2008), más un puñado de poemas inéditos hasta el momento en formato libro.
Nacido en 1924 y fallecido exactamente ochenta años después, en 2004, Giannuzzi está de vuelta al alcance para ser leído, releído o como se estila para las gestas inmobiliarias, para ser “puesto en valor”.
UN ARTE CALLADO, UN HOMBRE COMUN
El modo de comenzar en la escritura, para un joven que venía de un hogar donde, como dijo muchas veces, no había libros, fue el periodismo. Trabajó en Crítica, en La Nación y en Clarín, ocupando distintos espacios dentro de una redacción, desde las reseñas literarias a las crónicas policiales. Iniciado en la lectura de poesía a través de clásicos argentinos como José Hernández, Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, llegó a vincularse luego con el grupo de la revista Sur, donde por recomendación de Héctor A. Murena publicó su primer libro. Esos primeros textos, reunidos bajo el nombre de Nuestros días mortales (1958), son elocuentes: se ve un poeta sereno, sombrío y, fundamentalmente, en pleno dominio de su lengua. Se tomó su tiempo para editar –tenía 34 años al salir este libro–, corregía incansablemente y tiraba mucho. Debuta con una obra madura, de una factura técnica altísima, un registro anómalo, opaco para su época, con una ironía soterrada que se iba a convertir en un sello personal cada vez más acentuado.
Giannuzzi empezó a publicar a fines de los años ’40, pero estuvo bien lejos de las preocupaciones de los poetas de esa generación, los llamados “jóvenes serios” de tono elegíaco y búsqueda neorromántica. Su poesía circuló por un margen, un punto excéntrico en el campo literario, que fue donde se ubicó lo mejor de esa década y la siguiente. Suele citarse el primero de sus poemas como muestra de lo determinado de su programa: “Este breve racimo/ de uvas rosadas pertenece/ a otro reino./ Yace, sobre mi mesa,/ en la fría integridad de su peso terrestre/ mientras yo permanezco silencioso/ imposibilitado/ de oponer mi vida a su carnal exuberancia./ Casi con horror admiro allí/ la dura tensión del agua/ hacia la piel mortal/ como una realidad insoportable.”
Si, como decía Pier Paolo Pasolini, nada mejor que los objetos que nos rodean para dar cuenta de nuestra experiencia sensible y nuestra clase (“la primera lección me la dio una cortina”, escribió) nadie mejor que Giannuzzi para expresar esa pertenencia. Poemas sobre unas uvas sobre la mesa, sobre su taza de café, el brillo de unas pulseras, un trapo tirado en la cocina, lo que se ve adentro de un tacho de basura en la ciudad. Una poesía coloquial, urbana y tabacosa, escrita desde el lado de adentro de los cristales de un ventanal.
Joaquín Giannuzzi es un nombre clave para comprender las últimas décadas de la poesía argentina. Hijo de inmigrantes italianos –misma ascendencia que Leónidas Lamborghini, que Juana Bignozzi– intentó seguir Ingeniería, una carrera para el orgullo familiar, pero abandonó al poco tiempo. Se dedicó a estudiar y luego ejercer el periodismo. Tal vez algo de estos dos inicios hayan tallado su pluma –su padre era marmolero– dándole el tenor que lo volvió una referencia insoslayable para los poetas de por lo menos las últimas cuatro décadas. Cerebral, reflexivo, con una concepción arquitectónica del poema por un lado; y por otro, con una relación palpable y personal con su momento histórico, su entorno siempre signado por los objetos, que luego se plasmarían en el papel con un vocabulario estrecho, opaco, de escasos adjetivos.
Ediciones del Dock acaba de editar su Obra Completa, un volumen de más de seiscientas páginas, que de algún modo viene a saldar la ausencia de sus poemas de las librerías, en un gesto similar al que la misma editorial hizo hace un tiempo con la obra de Héctor Viel Temperley. Y hay una anécdota en relación con esa ausencia. Su antología anterior, un tomo bicolor editado por Emecé en el 2000, estuvo de saldo en la calle Corrientes durante largo tiempo. Ese dato circulaba en talleres y tertulias, casi como una contraseña de iniciados. De ese modo, con un precio accesible a los bolsillos de los más jóvenes, se convirtió en un libro infaltable en cualquier biblioteca de quien quisiera intentar unos versos. En ese volumen se recogían sus libros hasta el año 2000. En esta nueva edición se incluyen sus dos últimos libros, ¿Hay alguien ahí? (2003) y el póstumo Un arte callado (2008), más un puñado de poemas inéditos hasta el momento en formato libro.
Nacido en 1924 y fallecido exactamente ochenta años después, en 2004, Giannuzzi está de vuelta al alcance para ser leído, releído o como se estila para las gestas inmobiliarias, para ser “puesto en valor”.
UN ARTE CALLADO, UN HOMBRE COMUN
El modo de comenzar en la escritura, para un joven que venía de un hogar donde, como dijo muchas veces, no había libros, fue el periodismo. Trabajó en Crítica, en La Nación y en Clarín, ocupando distintos espacios dentro de una redacción, desde las reseñas literarias a las crónicas policiales. Iniciado en la lectura de poesía a través de clásicos argentinos como José Hernández, Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, llegó a vincularse luego con el grupo de la revista Sur, donde por recomendación de Héctor A. Murena publicó su primer libro. Esos primeros textos, reunidos bajo el nombre de Nuestros días mortales (1958), son elocuentes: se ve un poeta sereno, sombrío y, fundamentalmente, en pleno dominio de su lengua. Se tomó su tiempo para editar –tenía 34 años al salir este libro–, corregía incansablemente y tiraba mucho. Debuta con una obra madura, de una factura técnica altísima, un registro anómalo, opaco para su época, con una ironía soterrada que se iba a convertir en un sello personal cada vez más acentuado.
Giannuzzi empezó a publicar a fines de los años ’40, pero estuvo bien lejos de las preocupaciones de los poetas de esa generación, los llamados “jóvenes serios” de tono elegíaco y búsqueda neorromántica. Su poesía circuló por un margen, un punto excéntrico en el campo literario, que fue donde se ubicó lo mejor de esa década y la siguiente. Suele citarse el primero de sus poemas como muestra de lo determinado de su programa: “Este breve racimo/ de uvas rosadas pertenece/ a otro reino./ Yace, sobre mi mesa,/ en la fría integridad de su peso terrestre/ mientras yo permanezco silencioso/ imposibilitado/ de oponer mi vida a su carnal exuberancia./ Casi con horror admiro allí/ la dura tensión del agua/ hacia la piel mortal/ como una realidad insoportable.”
Si, como decía Pier Paolo Pasolini, nada mejor que los objetos que nos rodean para dar cuenta de nuestra experiencia sensible y nuestra clase (“la primera lección me la dio una cortina”, escribió) nadie mejor que Giannuzzi para expresar esa pertenencia. Poemas sobre unas uvas sobre la mesa, sobre su taza de café, el brillo de unas pulseras, un trapo tirado en la cocina, lo que se ve adentro de un tacho de basura en la ciudad. Una poesía coloquial, urbana y tabacosa, escrita desde el lado de adentro de los cristales de un ventanal.